El tipo que se presentó como Juan Villoro no era el mismo que yo había interrogado una y otra vez en mi re-visitado y, por tanto, maltrecho ejemplar de “La casa pierde” (conjunto de relatos que le valió el premio Villaurrutia 1999), preguntándole cómo es que hacía para superar su prosa de un cuento a otro casi sin despeinarse. El anacronismo de su barba, el peinado de escolar distraído y las mejillas cilíndricas del sujeto me decían que podía ser un pariente de Juan (tal vez un tío lejano que no supo envejecer) o un actor profesional que afeitado y con bigotes también podría representar a Hitler en sus últimos días; pero definitivamente no se trataba del Villoro que jamás se había tomado la molestia de responderme desde el pedestal de la contratapa del libro suyo que más estimo.
Ese Juan Villoro, digo, el impostor, traía además una cara de disgusto que seguro le vendría muy bien para encubrir el nerviosismo de tomar el lugar de otra persona ante un auditorio ansioso de escuchar al original. El presentador intentó explicar que todo se debía a la falta de sueño y los trajines propios del largo viaje del expositor. Por supuesto, yo no me dejé convencer. Volví a mirar al felino que querían vendernos, en busca de otros detalles contundentes que lo apartaran de la liebre que prometían los anuncios: Seminario-Taller de Crónica: “El Ornitorrinco de la Prosa”, con Juan Villoro. Descubrí que vestía con sobriedad, combinando bien distintos tonos marrones y ocres, como lo haría el escritor exitoso y cosmopolita al que intentaba suplantar. Traía puesta una chaqueta de “cuello de tortuga” debajo del saco (como el personaje de “El disparo de argón”, una de las primeras novelas del autentico Villoro), lo que consideré una buena jugada de doblaje. Para cuando me percaté del largo de sus pantalones (o el corto más bien), me dije que quizá, y sólo quizá, sí podía ser Juan Villoro. Al arquear las piernas para sentarse, el sujeto dejaba a la luz unos calcetines (marrones también) lo suficientemente rudimentarios y descuidados como para ser tejidos por la madre, la esposa o la abuela del verdadero Juan Villoro. Un embaucador —con la artificialidad que se le exige— jamás estaría atento a esta clase de pormenores: estar obligado a empacar prendas tejidas por un ser querido.
El asunto fue aclarándose a medida que el Juan del que había dudado inició su exposición y se entusiasmó con la facilidad con la que el público respondía a su excelente buen humor. A pesar de su voz de agente de Ministerio Público —de esos que abundan en las películas serie “v” del peor cine charro— hablaba con el mismo ingenio y soltura del narrador aforístico y de mirada insólita que es el sello de la prosa de ficción y no tan ficticia de Villoro. Mencionó a los Juan, Lucas y Marcos de la Biblia para obtener lecciones aplicables al día a día de un cronista de hoy. Inventó una nueva terminología para los postulados Gestalt: “la circunferencia interrumpida”, disculpándose en seguida por desperdigar sin anuncio previo ese tipo de “poemas metafísicos”. Nos advirtió del peligro estético y digestivo del abuso de las “palabras domingueras” para mal sazonar un texto; y, hasta se dio maña de relatar con lujo de detalles la maldición que pesa sobre “Moacir Barbosa” (responsable directo del Maracanazo del 50), siempre son frases e imágenes para ser disecadas y expuestas como trofeos ante los desdichados que no encontraron espacio en el recinto que nos alojaba: a él, su voz y nosotros. Lo increíble es que en las casi tres horas que habló sin pausa ni desaceleración, sólo dejó escapar tres mexicanismos (una media de uno por hora): “Portería”, “Porristas” y “Padrote”. Fue la confirmación final de que era el buen Juan Villoro quien estaba entre nosotros: quién más puede permitirse este tipo de enigmas simétricos cuando moldea su discurso.
Al cerrar esa primera sesión, y como el “groupie” aplicado pero falto de arrojo que soy, me limité a pedirle a Juan que estampara su firma en mi ejemplar de “La casa pierde”. Se mostró amabilísimo y encantado con el requerimiento. Hablamos un poco sobre cosas que ahora no tengo muy claras y en algún momento, vaya a saberse por qué, me preguntó si yo escribía. Le respondí que sí y —con la inconciencia y cursilería que se puede esperar de un “groupie”— le dije que lo hacía con el irrealizable propósito de plagiarlo. Villoro dejó caer la sonrisa infantil que yo había visto durante su exposición cuando algo le provocaba gracia o vergüenza de confesar. Lo vi girar el libro y anotar algo en el reverso. Esta es la dirección de mi casa, me envías el libro cuando publiques, y ahora me disculpas que tengo que ir al baño, agregó, antes de estrecharme la mano y dejarme desamparado en el auditorio vacío.
A la mañana siguiente, el trámite que precede al inicio de ese tipo de eventos se aligeró para alegría de quienes queríamos retomar lo más pronto posible la calidez e intimidad lograda el día anterior. Juan Villoro llegó visiblemente más animado y, está vez, no tuve ninguna duda de que se trataba del verdadero Villoro. El problema vino cuando sus largas extremidades se arquearon otra vez para tomar su lugar en el asiento que tenía asignado en el estrado. Por supuesto que había cambiado de calcetines y, esta vez, eran unos perfectos y asépticos calcetines de bazar, de esos que vienen embolsados, sellados y envueltos en un pequeño gancho desde China u otro emporio de precios competitivos y manchados de horas de trabajo sub-pagadas. Calcetines sin personalidad, propios de un impostor. Por un acto reflejo traté de esconderme lo más posible en mi asiento, bajo la tonta creencia de que todos estarían riéndose de mí. Antes de salir de casa, yo había tomado la decisión de usar unos calcetines que hacía mucho tiempo mi abuela me entregó refiriendo que lo hecho a mano era mejor para enfrentar el invierno. Lo que duró ese segundo encuentro con Juan Villoro, estuve hundido en mi butaca intentando ver algún resquicio o descuido que me permitiera confirmar si ese sujeto era quien decía ser. Después de todo, para alguien que ha decidido plagiar a Villoro, es muy importante saber si ha empezado con el pié bien cubierto.
Augusto Effio O.
1 comentario:
Interesante post, sigue escribiendo, sigue enriqueciendóme.
Nos leemos
Luigi.
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